el ruso

domingo, 12 de junio de 2011

Imágenes de Luis, que llenó mis días desde lo dionisíaco




Por L. M. HERR [website]

Luis se encontraba ya en el Hogar mientras que yo permanecía en el Hospital María Ferrer. Por ser yo ciego, a mí se me consideraba el más delicado, pero Luis me visitaba al Hospital y me traía botellitas de whisky de sus salidas a la Rural. En el Hogar también estaban los voluntarios y Luis se había animado a pedirle a las chicas que introdujeran una mano por la ventanita del pulmotor para que lo tocaran un poco.
El Hogar representaba lo dionisíaco por oposición al régimen hospitalario y mi amigo me contagiaba la vida que allí se respiraba. Las ansias de sexo y libertad que se vivían en el Hogar.
Los quince compañeros del Hogar aguantaban respirando todo el día y solamente usaban los pulmotores para dormir. Yo empecé a esforzarme para dejar la sala del Hospital atraído por Luis; esto significaba formar parte de la ebullición de los voluntarios, las películas, el rock, el escabio, las drogas, la casa y sus fantasmas.
El Hogar era mi paraíso negado y Luis me rescató para llenar mis horas de lo dionisíaco.

Para leer Últimos días

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jueves, 2 de junio de 2011

Últimos días

LUIS NORIEGA Y GUSTAVO LÓPEZ. [L. M. Herr]


¿Puedo volver al Hogar?
Puedo. Luis, Marta, Elena y dos más fallecieron. Por lo mismo. Cálculos. Luis especuló años con la operación porque sabía que del quirófano no retornan.
Puedo conseguir una BrailleNSpeak para que el Ruso la pruebe. Puedo instalar el Voice en una compu que le cedió una mujer de la planta baja, desanimada por no entenderla. Y el Jaws para ciegos, capaz de leer documentos. Puedo hacer que los dos programas se complementen. Mi amigo se mea de la risa con el gallego, la voz hispánica del programa, cuando le cambiamos la frecuencia y se emite más lenta, más grave: 1 3 2 2 2 2 1 6. Norberto Butler. Alejandro… a continuación de las cifras, su nombre y el de la persona que lo asiste a cambio de un techo donde dormir, las primeras palabras en esa computadora. Alejandro es preceptor en un colegio de San Telmo y murguero. Juega al ajedrez, lo suficientemente bien para desafiar a mi amigo. La vez pasada, el Ruso me llamó al teléfono móvil, había estado un tiempo largo incomunicado por no haber podido pagar la factura que correspondió al mes que exploró Internet. Tenía una laguna con Word. ¿Cómo sigo? Su apelación a mi memoria me angustió. Me sentí parte del Cabo Cañaveral asistiendo una emergencia en la nave que él tripulaba en el espacio. Sin pantalla enfrente, debí traducir un código visual a órdenes para recuperar el documento extraviado.
Desde 1995 puedo peregrinar con la recomendación de Osvaldo Bayer para que las notas que siguen se publiquen. Aunque desde 1995 paseo la historia por toda Buenos Aires, no se me arruga en el bolsillo, como a Rodolfo Walsh el testimonio de Livraga, el muerto que habla. Está guardada en un CD en una carpeta que llamé «sobrevivientes». Conservo sin editar 60 horas en cassettes y 32 en DV-CAM. Nadie me la quiere publicar, ni enterarse, digo copiando a Rodolfo Walsh. Cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo. Y al escribir esto me siento un poco como Ed Wood frente a Orson Wells. Así es, Rusito, vos estás condenado a ser el Bela Lugosi olvidado por Hollywood a la espera de una ficción de Tim Burton, y yo el hacedor de películas clase B.

Por Gustavo López

Para leer las notas
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lunes, 8 de diciembre de 2008

Diatriba de la hamburguesa

—Siempre chatarreando vos. No hay otro lugar donde ir a morfar.

— Voy ahí porque me queda cerca —dijo ella—. Supongo que te tragaste otro Jauretche. Si vos pensás que no comer en MacPato te hace más antiimperialista, vamos muertos. La cuestión es que no tengo ganas de caminar, así que entremos acá.

Juan obedeció y entraron al Mac que está frente al Parque Lezama.

—Qué hacés con eso en la mano —preguntó ella, señalando una libreta de apuntes que él apretaba con ansiedad creciente—. ¿Vas a escribir acerca del chinchulín y su incidencia en la soberanía alimentaria?

—¿Y si hago eso cuál es? Troska de la cajita feliz.

—Supongo que pagarás vos hoy, zapato gauchesco.

—Dale, dale , dejá de bardear y pedí tu porquería universalista. Pero con fritas, por lo menos. Siempre la pedís sola.

—Está bien, pero no me dijiste qué vas a escribir. ¿Estás preparando una tesis medio nacionalista, no?

—Acertaste porque pensaba chancear sobre la bosta que vas a comer.

—¿Y por qué chancear?

—Porque sí, nena.

—¿Lo tuyo navega hacia el excelso tratado o la firme apologética? Hoy querés trabajar con la sorna. Pero estás un poco minimalista por lo que veo.

—Puede ser, puede ser, pero pará de gastarme un rato y dejame carburar, sí.

Ella obedeció, mientras paladeaba su rutinario manjar. Mientras trataba de atisbar lo que escribía su esquivo pero deseado pichón de Scalabrini. Él a veces se lo impedía y a veces la dejaba pispear. Comenzó a delinear con mucha tranquilidad, casi con desgano los rudimentos de su literatura jalonada por el improperio y el denuesto.

—Chupar, saborear, desmenuzar. La fuerza de esos verbos me estremece. ¡Por qué los intelectuales no chuparán los textos, eh!— gritó—. ¿Por qué tanta novela polifónica, entrecruzamiento de géneros? ¡Por qué no volvemos a la literatura costumbrista, carajo!

—¿Se puede saber de qué estás escribiendo?

—La apología del matambre. ¿Conocés eso?

—No. ¿De quién es?

—De Echeverría, mamita.

—¡Qué título extraño!

— A mí también me sorprendió, pero si pensás en el contexto de un país ganadero, no es raro que se escriba un encomio como ése.

—Encomio, ¿por qué encomio?

—Y... sí. Porque hay una reivindicación de lo nacional. A través de la comida, más específicamente del matambre y no del asado. Me parece ver una invocación a la blandura, a lo unitario. Al buen gusto. Porque no es cualquier matambre, sino el que se degusta y se mastica con toda suavidad. El de un novillito pequeño. No el que consumen los rústicos federales.

—¿Por qué rústicos y no bárbaros asesinos?

—Ya, ya salió la troska hamburguesera y sarmientina.

—Claro, se olvidan de la mazorca para poder usarla hoy, ¿no?

—Sí, porque andamos degollando zurdos todos los días.

—Basta, basta. Esta discusión no sirve para nada.

—Pero, ahora no me acuerdo. Vos ibas a escribir sobre la porquería que yo como, ¿no? Y no sobre el matambre del diecinueve.

—Es cierto, hay una sustancia en lo que estoy escribiendo que me atrapa y me deleita. Como el matambre, sabés. Hay dos o tres cositas que me suscitan satisfacción. Si querés te las cuento.

—Dale, dale. Dejá de dar vueltas, che. Pasa es que ibas a escribir una diatriba, pero no te animás. Porque sabés que es tan obvio lo que podés decir que no te animás. Porque ya se dijeron tantas veces este tipo de cosas. Es mejor que hables de Echeverría, en vez de andar tirándole al imperio con revólver de cebita.

—Igual lo voy a hacer, porque ya le puse el título. En cuanto a la apología, está muy bien porque barre con esa dicotomía coyuntural que lo perucas usamos en el cuarenta y cinco. Es decir, buenos modales igual proimperialismo.

—Sí, sí, ya sé donde vas. Alpargatas y libros también para los cabecitas negras.

—Bueno, ya que me entendiste, te traigo la ficha de Libres del Sur.

—Ni mamada.

—Te marco otra cosa más, de don Esteban. Se mete en el registro costumbrista y ¡basta de escribir sobre santones y dotores! hablemos sobre este producto bien porteño.

—Qué doctoral que estás para hablar... no estás en la Facultad. Estás en la hamburguesería.

—¿Por qué lo decís?

—No, por eso de "suscita" parece que estuvieras dando una clase.

—Ah, tenés razón.

—No puedo evitar este tono profesoril, sobre todo porque necesito ahondar en el siguiente detalle: Echeverría habla de una materia roja que da cierto dejo particular a toda carne, cocida o asada. Es indudable que es la sangre, pero él la llama osmazomo. Creo que ahí hay una clave que voy a tratar de descifrar. Venía con intenciones de lanzarme de cabeza contra la hamburguesa.

—Che, che, che. Por qué no tratás de evitar esas rimas tan sonsas. Bueno, pero empezá de una vez con tu encendida defensa de lo nacional. Entiendo que hay algo de verdad en lo que decís, en cuanto a que cierta ofuscación hamburgueseril no me va a llevar a ninguna parte.

—De todos modos, contra esa estandarización del placer, voy a espetarte a vos en qué consiste, aunque ya te lo estoy anticipando con esta expresión, sinceramente no es el escherichia coli lo que considero muy grave, aunque hay muchas otras cosas que contaminan y por más nacionalistas y ecologistas que nos sintamos no le ponemos tanta injundia para combatirlas. Tampoco la aculturación que esto representa, que para mí es por momentos desesperadamente importante, aunque yo sí creo en lo territorial como expresión de lo materno. Y lo creo profundamente, sabés. Aunque no me da para armar un Frente de Liberación Nacional, que sea armado o desarmado. Lo que me exaspera verdaderamente es la pérdida del gusto, me refiero a esa suerte de adormecimiento de esas células del paladar y de todo lo que tiene que ver con la degustación. ¿Te imaginás un catador de vino acompañando esa excelsa práctica con la ingesta de una basura como ésta? Por otra parte, tengo una hipótesis. Sé que vas a decir que soy un fundamentalista o exagerado. Psicópata. Decime lo que quieras. Sé que esta insensibilización empieza por este lugar y termina, o deriva, en esa suerte de enajenación que hace que no nos importe los que mueren de frío en el invierno en la calle, los que comen de la basura, el millón de muertos en Irak, ya que no nos podemos imaginar los muertos por incineración, seguramente que los militantes políticos tenemos la culpa de eso, los de mi generación y los anteriores, porque jodemos con ese asunto, pero la gente lo percibe como una mera proclama. Y nada más. Pero creémelo en serio, flaca. Siento escozor ante la tortura. Francamente pienso que nos hemos vuelto zombies, autómatas, y, aunque sé que el dolor no puede ser experimentado de la misma manera por quien lo padece, que por el que lo mira por tevé, aunque estés a pocos centímetros de distancia, no importa, eso es intransmisible, pero yo siento la necesidad de no callar ante esto, y como tengo poca chance de actuar me infrinjo a mí mismo el castigo de la agudeza, y, aunque creo que no lo logro, al menos creo que no estoy tan errado en la percepción de que esto tiene un sentido prelatorio ascendente, como te lo describí recién. Y aunque se que voy a sucumbir en esta ingenua aspiación a hacer algo, sé que como intelectual no puedo hacerme el distraído. Bueno me cansé, así que pedime un combo de la hamburguesa más grande que se pueda conseguir.

—Sabía que ibas a terminar así —dijo sintiendo que su admiración por él aumentaba.

—Ya que aflojás, por qué no te das vuelta como una media, pero para el otro lado.

—Y vos, por qué no agarrás los fierros.

— Mirá, es interesante tu pregunta. Algunos dicen que no sirve. Yo digo que no tengo ganas. No puedo discernir si sirve o si no. Porque a San Martín le sirvió. Y tampoco puedo decir si es otro contexto histórico. Simplemente, no se me canta. Tampoco estoy diciendo que eso sirva, entendeme bien.

—Claro que te entiendo, y, aunque te siento sincero, creo que vos y yo tenemos mucha facilidad para hablar de debilidades de los otros, pero no de las nuestras.

—Desde ya.

De pronto como si la realidad lo compeliera a poner en sintonía sus dichos y sus hechos escuchó unos gritos. Vio que un policía tomaba violentamente a un niño de seis años, mientras le gritaba: Ahora vas a ver, ladrón de mierda. Entonces, Juan Devaneo se encaró con el azul, que sacó el arma y disparó.

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miércoles, 19 de noviembre de 2008

Apología del matambre

Un extranjero que ignorando absolutamente el castellano oyese por primera vez pronunciar, con el énfasis que inspira el nombre, a un gaucho que va ayuno y de camino, la palabra matambre, diría para sí muy satisfecho de haber acertado: éste será el nombre de alguna persona ilustre, o cuando menos el de algún rico hacendado. Otro que presumiese saberlo, pero no atinase con la exacta significación que unidos tienen los vocablos mata y hambre, al oírlos salir rotundos de un gaznate hambriento, creería sin duda que tan sonoro y expresivo nombre era de algún ladrón o asesino famoso. Pero nosotros, acostumbrados desde niños a verlo andar de boca en boca, a chuparlo cuando de teta, a saborearlo cuando más grandes, a desmenuzarlo y tragarlo cuando adultos, sabemos quién es, cuáles son sus nutritivas virtudes y el brillante papel que en nuestras mesas representa.

No es por cierto el matambre ni asesino ni ladrón; lejos de eso, jamás que yo sepa, a nadie ha hecho el más mínimo daño: su nombradía es grande; pero no tan ruidosa como la de aquéllos que haciendo gemir la humanidad, se extiende con el estrépito de las armas, o se propaga por medio de la prensa o de las mil bocas de la opinión. Nada de eso; son los estómagos anchos y fuertes el teatro de sus proezas; y cada diente sincero apologista de su blandura y generoso carácter. Incapaz por temperamento y genio de más ardua y grave tarea, ocioso por otra parte y aburrido, quiero ser el órgano de modestas apologías, y así como otros escriben las vidas de los varones ilustres, trasmitir si es posible a la más remota posteridad, los histórico-verídicos encomios que sin cesar hace cada quijada masticando, cada diente crujiendo, cada paladar saboreando, el jugoso e ilustrísimo matambre.

Varón es él como el que más; y si bien su fama no es de aquéllas que al oro y al poder prodiga la rastrera adulación, sino recatada y silenciosa como la que al mérito y la virtud tributa a veces la justicia; no por eso a mi entender debe dejarse arrinconada en la región epigástrica de las innumerables criaturas a quienes da gusto y robustece, puede decirse, con la sangre de sus propias venas. Además, porteño en todo, ante todo y por todo, quisiera ver conocidas y mentadas nuestras cosas allende los mares, y que no nos vengan los de extranjis echando en cara nuestro poco gusto en el arte culinario, y ensalzando a vista y paciencia nuestra los indigestos y empalagosos manjares que brinda sin cesar la gastronomía a su estragado apetito; y esta ráfaga también de espíritu nacional, me mueve a ocurrir a la comadrona intelectual, a la prensa, para que me ayude a parir si es posible sin el auxilio del forceps, este más que discurso apologético.

Griten en buena hora cuanto quieran los taciturnos ingleses, roast-beef, plum pudding; chillen los italianos, maccaroni, y váyanse quedando tan delgados como una I o la aguja de una torre gótica. Voceen los franceses omelette souflée, omelette au sucre, omelette au diable; digan los españoles con sorna, chorizos, olla podrida, y más podrida y rancia que su ilustración secular. Griten en buena hora todos juntos, que nosotros, apretándonos los flancos soltaremos zumbando el palabrón, matambre, y taparemos de cabo a rabo su descomedida boca.

Antonio Pérez decía: "Sólo los grandes estómagos digieren veneno", y yo digo: "Sólo los grandes estómagos digieren matambre". No es esto dar a entender que todos los porteños los tengan tales; sino que sólo el matambre alimenta y cría los estómagos robustos, que en las entendederas de Pérez eran los corazones magnánimos.

Con matambre se nutren los pechos varoniles avezados a batallar y vencer, y con matambre los vientres que los engendraron: con matambre se alimentan los que en su infancia, de un salto escalaron los Andes, y allá en sus nevadas cumbres entre el ruido de los torrentes y el rugido de las tempestades, con hierro ensangrentado escribieron: Independencia, Libertad; y matambre comen los que a la edad de veinte y cinco años llevan todavía babador, se mueven con andaderas y gritan balbucientes: Papá... papá... Pero a juventudes tardías, largas y robustas vejeces, dice otro apotegma que puede servir de cola al de Pérez.

Siguiendo, pues, en mi propósito, entraré a averiguar quién es éste tan ponderado señor y por qué sendas viene a parar a los estómagos de los carnívoros porteños.

El matambre nace pegado a ambos costillares del ganado vacuno y al cuero que le sirve de vestimenta; así es que, hembras, machos y aun capones tienen sus sendos matambres, cuyas calidades comibles varían según la edad y el sexo del animal: macho por consiguiente es todo matambre cualquiera que sea su origen, y en los costados del toro, vaca o novillo adquiere jugo y robustez. Las recónditas transformaciones nutritivas y digestivas que experimenta el matambre, hasta llegar a su pleno crecimiento y sazón, no están a mi alcance: naturaleza en esto como en todo lo demás de su jurisdicción, obra por sí, tan misteriosa y cumplidamente que sólo nos es dado tributarle silenciosas alabanzas.

Sábese sólo que la dureza del matambre de toro rechaza al más bien engastado y fornido diente, mientras que el de un joven novillo y sobre todo el de vaca, se deja mascar y comer por dientecitos de poca monta y aún por encías octogenarias.

Parecer común es, que a todas las cosas humanas por más bellas que sean, se le puede aplicar pero, por la misma razón que la perspectiva de un valle o de una montaña varía según la distancia o el lugar de donde se mira y la potencia visual del que la observa. El más hermoso rostro mujeril suele tener una mancha que amortigua la eficacia de sus hechizos; la más casta resbala, la más virtuosa cojea: Adán y Eva, las dos criaturas más perfectas que vio jamás la tierra, como que fueron la primera obra en su género del artífice supremo, pecaron; Lilí por flaqueza y vanidad, el otro porque fue de carne y no de piedra a los incentivos de la hermosura. Pues de la misma mismísima enfermedad de todo lo que entra en la esfera de nuestro poder, adolece también el matambre. Debe haberlos, y los hay, buenos y malos, grandes y chicos, flacos y gordos, duros y blandos; pero queda al arbitrio de cada cual escoger al que mejor apetece a su paladar, estómago o dentadura, dejando siempre a salvo el buen nombre de la especie matambruna, pues no es de recta ley que paguen justos por pecadores, ni que por una que otra indigestión que hayan causado los gordos, uno que otro sinsabor debido a los flacos, uno que otro aflojamiento de dientes ocasionado por los duros, se lance anatema sobre todos ellos.

Cosida o asada tiene toda carne vacuna, un dejo particular o sui generis debido según los químicos a cierta materia roja poco conocida y a la cual han dado el raro nombre de osmazomo (olor de caldo). Esta substancia pues, que nosotros los profanos llamamos jugo exquisito, sabor delicado, es la misma que con delicias paladeamos cuando cae por fortuna en nuestros dientes un pedazo de tierno y gordiflaco matambre: digo gordiflaco porque considero esencial este requisito para que sea más apetitoso; y no estará de más referir una anecdotilla, cuyo recuerdo saboreo yo con tanto gusto como una tajada de matambre que chorree.

Era yo niño mimado, y una hermosa mañana de primavera, llevóme mi madre acompañada de varias amigas suyas, a un paseo de campo. Hízose el tránsito a pie, porque entonces eran tan raros los coches como hoy el metálico; y yo, como era natural, corrí, salté, brinqué con otros que iban de mi edad, hasta más no poder. Llegamos a la quinta: la mesa tendida para almorzar nos esperaba. A poco rato cubriéronla de manjares y en medio de todos ellos descollaba un hermosísimo matambre.

Repuntaron los muchachos que andaban desbandados y despacháronlos a almorzar a la pieza inmediata, mientras yo, en un rincón del comedor, haciéndome el zorrocloco, devoraba con los ojos aquel prodigioso parto vacuno. "Vete niño con los otros", me dijo mi madre, y yo agachando la cabeza sonreía y me acercaba: "Vete, te digo", repitió, y una hermosa mujer, un ángel, contestó: "No, no; déjelo usted almorzar aquí", y al lado suyo me plantó de pie en una silla. Allí estaba yo en mis glorias: el primero que destrizaron fue el matambre; dieron a cada cual su parte, y mi linda protectora, con hechicera amabilidad me preguntó: "¿Quieres, Pepito, gordo o flaco?". "Yo quiero, contesté en voz alta, gordo, flaco y pegado", y gordo, flaco y pegado repitió con gran ruido y risotadas toda la femenina concurrencia, y dióme un beso tan fuerte y cariñoso aquella preciosa criatura, que sus labios me hicieron un moretón en la mejilla y dejaron rastros indelebles en mi memoria.

Ahora bien, considerando que este discurso es ya demasiado largo y pudiera dar hartazgo de matambre a los estómagos delicados, considerando también que como tal, debe acabar con su correspondiente peroración o golpe maestro oratorio, para que con razón palmeen los indigestos lectores, ingenuamente confieso que no es poco el aprieto en que me ha puesto la maldita humorada de hacer apologías de gente que no puede favorecerme con su patrocinio. Agotado se ha mi caudal encomiástico y mi paciencia y me siento abrumado por el enorme peso que inconsiderablemente eché sobre mis débiles hombros.

Sin embargo, allá va, y obre Dios que todo lo puede, porque sería reventar de otro modo. Diré sólo en descargo mío, que como no hablo ex-cátedra, ni ex-tribuna, sino que escribo sentado en mi poltrona, saldré como pueda del paso, dejando que los retóricos apliquen a mansalva a este mi discurso su infalible fallo literario.

Incubando estaba mi cerebro una hermosa peroración y ya iba a escribirla, cuando el interrogante "¿qué haces?" de un amigo que entró de repente, cortó el rebesino a mi pluma. "¿Qué haces?", repitió. Escribo una apología. "¿De quién?" Del matambre. "¿De qué matambre, hombre?" De uno que comerás si te quedas, dentro de una hora. "¿Has perdido la chaveta?" No, no, la he recobrado, y en adelante sólo escribiré de cosas tales, contestando a los impertinentes con: fue humorada, humorada, humorada. Por tal puedes tomar, lector, este largo artículo; si te place por peroración el fin; y todo ello, si te desplace, por nada.

Entre tanto te aconsejo que, si cuando lo estuvieses leyendo, alguno te preguntase: "¿qué lee usted?", le respondas como Hamlet a Polonio: words, words, words, palabras, palabras, pues son ellas la moneda común y de ley con que llenamos los bolsillos de nuestra avara inteligencia.


Por Esteban Echeverría
ABANICO de la Biblioteca Nacional

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lunes, 3 de noviembre de 2008

El Odradek

Unos derivan del eslavo la palabra Odradek y quieren explicar su formación mediante ese origen. Otros la derivan del alemán y sólo admiten una influencia del eslavo. La incertidumbre de ambas interpretaciones es la mejor prueba de que son falsas; además, ninguna de ellas nos da una explicación de la palabra.
Naturalmente nadie perdería el tiempo en tales estudios si no existiera realmente un ser que se llama Odradek. Su aspecto es el de un huso de hilo, plano y con forma de estrella, y la verdad es que parece hecho de hilo, pero de pedazos de hilos cortados, viejos, anudados y entreverados, de distinta clase y color. No sólo es un huso; del centro de la estrella sale un palito transversal, y en este palito se articula otro en ángulo recto. Con ayuda de este último palito de un lado y uno de los rayos de la estrella del otro, el conjunto puede pararse, como si tuviera dos piernas.
Uno estaría tentado de creer que esta estructura tuvo alguna vez una forma adecuada a una función, y que ahora está rota. Sin embargo, tal no parece ser el caso; por lo menos no hay ningún indicio en ese sentido; en ninguna parte se ven composturas o roturas; el conjunto parece inservible, pero a su manera completo. Nada más podemos decir, porque Odradek es extraordinariamente movedizo y no se deja apresar.
Puede estar en el cielo raso, en el hueco de la escalera, en los corredores, en el zaguán. A veces pasan meses sin que uno lo vea. Se ha corrido a las casas vecinas, pero siempre vuelve a la nuestra. Muchas veces, cuando uno sale de la puerta y lo ve en el descanso de la escalera, dan ganas de hablarle. Naturalmente no se le hacen preguntas difíciles, sino que se lo trata —su tamaño diminuto nos lleva a eso— como a un niño. “¿Cómo te llamas?, le preguntan. “Odradek”, dice. “¿Y dónde vives?”. “Domicilio incierto”, dice y se ríe, pero es una risa sin pulmones. Suena como un susurro de hojas secas. Generalmente el diálogo acaba ahí. No siempre se consiguen esas respuestas; a veces guarda un largo silencio, como la madera, de que parece estar hecho.
Inútilmente me pregunto qué ocurrirá con él. ¿Puede morir? Todo lo que muere ha tenido antes una meta, una especie de actividad, y así se ha gastado; esto no corresponde a Odradek. ¿Bajará la escalera arrastrando hilachas ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No hace mal a nadie, pero la idea de que puede sobrevivirme es casi dolorosa para mí.

Franz Kafka

Nota del Manual de Zoología Fantástica: El título original es Die Sorge des Hausvaters (“Preocupaciones del padre de familia”).

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lunes, 27 de octubre de 2008

Muerte del avatar

La tasa espera la mano, la boca el café, la hoja la firma. Pero él no se mueve, permanece sentado con la mirada fija en el humo del aguachento brebaje. Un ansia de disolución lo envuelve, pero esta vez no es el frecuente sopor mañanero, que generalmente atraviesa sin dificultad. De pronto, recuerda que soñó con guadañas, hachas y topadoras que parecen dirigirse contra él de modo persistente. Ahora lo despabila la voz de Owen.
—Se siente mal, divino maestro.
—Puede ser.
A veces Caprili recrimina a Owen esas expresiones. Hoy es lo más sublime que puede escuchar.
—Pregunta el señor Clark si ya firmó.
—Todavía no
—Dice que ya no hay tiempo.
—Que se vaya a la mierda.
Roza la tasa con la yema de los dedos, la deja. Está indeciso, agarra la lapicera, la deja. Camina por la habitación del Waldorf y recuerda las imprecaciones que vertió ayer en la reunión de Directorio. Que revienten, gritaba. Que los aguante Lula, que Malthus los bendiga o que se los lleve el Shemansha. Que me importa. Entonces, por qué no firmé, piensa.
Una estela negra y amarga comienza a cubrir su mente, al tiempo que leves puntadas azuzan sus vísceras. Siente un intenso placer erótico. Una imagen exuberante aparece en su retina: una garota de dimensiones infartantes que por momentos se aniña y sus formas pierden voluminosidad. Pero el placer no cesa. Soy Zamba Lelé, ella musita al oído de Caprili. Mi padre es João Brites y trabaja en la Volkswagen.
Caprili y la garota hacen el amor con desesperación. Luego, ella se desvanece. Entonces, Caprili toma la lapicera de oro y firma los despidos. Ese sería el último acto de su certeza existencial. El dispensador de las mieles de la abundancia y prodigador de las hieles de la miseria a los débiles percibe su final. Instantes después yace sobre su cama, custodiado por la demacrada figura de Owen, que enciende la pantalla: Zamba Lelé disparaba en la frente de Owen.
Owen comprendió todo. Caprili no era más que la creación de un súcubo viviente que pergeñó una venganza cibernética.

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miércoles, 22 de octubre de 2008

Cargado con arena

Un bolonqui la sala. Las enfermeras lloraban, en cambio los pibes nos poníamos eufóricos. Yo con delay porque no lo veía. Después aprendí que cuando había alboroto era porque hoy se jugaba a los cowboys, pero en serio.
Yo dormía casi todo el día, así que sólo escuchaba jugar. Pero me despertaba cuando este tipo hacía sus joditas o ponía sus marchas militares.
Pasaba que eso nos sacaba de la rutina, inyecciones, remedios y kinesiólogos que te estiraban las patas hasta que te cagabas del dolor.
Un día trajo uvas. Le convidó a una mucama que según él era muy angurrienta. Le había inyectado vaselina. Otra joda me involucró a mí directamente. Porque me sacó del caño. No del caño que se baila hoy, sino del pulmotor. Así le llamábamos. Y me puso en el suelo para asustar a Isabel. Una devotísima de Juan XXIII. Yo tenía que hacerme el muerto. Y cumplí. Fui el héroe de la sala, volví a mi apoliyo lungo.
Hubo un domingo en que conocí el odio. Fue cuando me dijo que había una bomba:
—Butler, hay una bomba acá y nosotros nos rajamos, vos te vas a quedar, total pa' lo que vas a durar, mejor que crepes hoy.
Pero yo le puse la tapa a muchos, entre ellos a él que capotó a los pocos días esperando mi temprano espiante.
Un tipo jodido ese Santa Fe. Jodido y divertido a la vez. Esto último para algunos. No parecía enfermero, menos cuando se sacaba el guardapolvo y pelaba el bufoso.
Cargado con arena, decían algunos.
Yo no sé.

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leo